¿Nos hemos convertido los colombianos en seres insolentes frente a los hechos de corrupción que se han descubierto recientemente en todo el país?
Hace algunos días Humberto Eco dedico uno de sus artículos a tratar el tema “límite de lo intolerable”, haciendo referencia a la manera acelerada como en el mundo contemporáneo se expanden los umbrales éticos.
Lo que ocurre en Colombia es particularmente dramático. Cada día que pasa, cada minuto, se van convirtiendo en hechos aceptables aquellas que en otros tiempos no eran tolerables.
¿Que un empleado utilizó información privilegiada de su empresa para hacer un negocio en su propio beneficio? Eso era inadmisible.
¿Que un dirigente político, en contubernio con un contratista, presionó la adjudicación de su contrato público y recibió una comisión por su gestión? La sociedad entera lo señalaba y lo condenaba al ostracismo, aplaudiendo que sobre el fulano cayera todo el peso de la ley.
¿Que un gobernante se autoinundaba de privilegios y se enriquecía a costa de entregar beneficios y cobrar por los mismos? Era un miserable, sobre él caían todos los dedos acusadores.
¿Que con el fin de imponer sus ideas y derrotar a sus enemigos, el gobernante se aliaba con la escoria de la sociedad y utilizaba la maquinaria estatal al servicio de actos delincuenciales y de pactos hechos bajo la mesa? Había que condenarlo.
¿Que un banquero esquilmara a todos sus clientes haciendo uso indebido de los dineros e invirtiéndolos en su propio beneficio? Era un criminal execrable.
Se escribían libros sobre la malignidad de esos personajes siniestros y se difundían como ejemplos de los que a nadie, en una sociedad civilizada debe ser.
Pero ahora es que las noticias diarias muestren en sus emisiones de hoy hechos mas vergonzosos y escandalosos de los que se emitieron ayer. Sin embargo los descubrimientos que se hacen hoy sobre los excesos de la corrupción parecen juegos de niños al lado de los que se harán mañana.
El carrusel de la contratación en Bogotá es una siniestra caja de Pandora que no tiene límites ni agota sorpresas, las cifras rebasan las fronteras de la imaginación. Un concejal tramitó un contrato de $62.000 millones de pesos con unas ambulancias y ese es sólo un “pequeño” contrato que, al lado de obras públicas, parece un juego de caja menor, una insignificancia.
Los vericuetos dolosos de Interbolsa, realizados al amparo de los apellidos pomposos y, ya sin lugar a dudas, cohonestados por funcionarios públicos que tenían el deber de vigilarlos, son un prodigioso ejercicio de talento criminal.
Ni qué decir la manera como las altas Cortes de la Justicia tramitan la elección de quienes la integran, y el tipo siniestro de personajes que empiezan a acceder a esas instancias del poder.
Pero, de cara a ese deplorable espectáculo de deterioro ético y moral, frente a esa demostración expresa de que somos un tipo de “republiqueta” de las que miran con repugnancia en los países desarrollados, la actitud es la de insolencia. La decisión autista de ser espectadores inermes que vemos cómo el país se carcome, se hunde, se pierde frente a nuestros ojos.
Lo intolerable ya no tiene límites y todo lo que va a ocurrir,lo merecemos justamente.
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Texto publicado en la Revista Comunidad económica