CAPÍTULO ONCE

 Escribe: Alberto Morales

El piano comienza con un ritmo cadencioso que atrae de inmediato la atención de esa multitud recién llegada a “El Timbalero”. Todos parecen extasiados  cuando se deja venir la voz portentosa de Bobby Cruz que grita cantando:” ¡Oye, te traigo la peregrinadora! ¡Hay aja!”.

Ese  piano con su ritmo endemoniado se mete sin pedir permiso por la piel y por los huesos de los asistentes que ya se mueven como él quiere. Entonces empiezan a sumarse uno a uno, todos los instrumentos de la orquesta. Ahora es la caja la que acompaña al piano sin modificar el ritmo, y después se suma la tumbadora, y llegan los bajos, y arriba el bongó – el baile se calienta-  suenan los timbales y en ese momento el guaguancó explota por fin, ya íntegro, delirante, con el retumbar de las trompetas y el coro que canta: “tin- marín- de- dos- pingüé- cucara macara- que- títere fue”. ¡Es la locura!

 

Para ese momento la pista está llena a reventar, ebria de danza.

 

Fue la noche en la que quedó atrapado para siempre por el sonido explosivo y fascinante de maestro Richi Rey. Todavía la recuerda.

 

Era viernes. Ulises había persuadido al grupo sobre la necesidad de entrar a “El Timbalero” a encontrarse con la salsa. “Es una decisión política” – recuerda que les dijo- , “la música también expresa una posición frente al atraso o el desarrollo”.

 

Todos aceptaron la invitación, menos Omar que se negó de plano y alcanzó a murmurar que el gusto por ese tipo de fiestas artificiales, no era nada distinto a una desviación pequeño- burguesa.

 

Efraín y Eduardo tomaron  la cosa con humor. “No sea sectario compañero” – le dijeron-  y caminaron felices hacia la discoteca. La única mujer del grupo era Marlene, la compañera de Ulises.

 

“El Timbalero” quedaba sobre la avenida Alzate Avendaño, unas cuadras más arriba de la Iglesia de Los Agustinos. El local era estrecho y profundo. Se trataba de un gran pasadizo repleto de mesas que confluían hacia ese remedo de pista que se atiborraba con diez parejas a lo máximo, por lo que el baile era un desorden feliz que se ejercitaba obligadamente allí mismo en donde uno estaba, al lado de cada una de las mesas o apretujados contra la barra.

 

El sonido nos llegaba delicioso y estridente. Virtualmente no dejaba hablar. Todos nos hacíamos entender a los gritos.

 

Ulises, que resultó amigo del hombre que controlaba la música, entró en una especie de éxtasis. Parecía un enajenado yendo y viniendo para que me pongan este disco y luego este otro y este también,  gesticulando, haciéndose entender en medio del estruendo feliz de esa noche inenarrable  en la que nos entregó una lección histórica sobre los orígenes y desarrollo de este ritmo, que empezó a cocinarse en las calles latinas de Nueva York, compañeros,  y se propagó luego por toda la extensión de nuestra América.

 

Nos enteramos entonces de las aventuras de la Fania Records y de los sueños de Johnny Pacheco y de Jerry Masucci.  Nos sumergimos en los prodigios de Larry Harlow y de Willy Colón; nos dejamos seducir por la voz portentosa de Héctor Lavoe; bailamos al ritmo de Ray Barreto y de Eddie Palmieri y nos conmovimos hasta el llanto con las narraciones épicas de Rubén Blades y de Cheo Feliciano.

 

Ulises fue más lejos aún, porque parecía un iluminado. Le bastó con que los bafles nos arrollaran con “el son de la vida dura en medio de mi aventura, son de la vida dura sin esperanza ninguna”, para que nos reclamara silencio. “¡Oigan!” – nos dijo – “oigan con respeto compañeros y acuérdense de mi que ese tipo va a hacer historia”.

 

Se levantó de la mesa –ya estaba ebrio- y preguntó con autoridad que ¿quién está sonando ahí, Armando?, y el hombre le respondió también a los gritos que se trataba de una orquesta nueva: Fruco y sus Tesos.

 

“Acuérdense de mi” nos volvió a decir en tono profético, mientras repetía emocionado la tonada “al son de la vida dura que marca su derrotero…”.

 

Si, Fruco llegó a ser un teso.

 

Ahí, encerrado en la biblioteca del apartamento, siente un deje de nostalgia al recordar que años después, siendo ya un hombre adulto y recién separado de la madre de sus hijas, regresó a la ciudad acompañado por Melisa, una  loca exquisita que se apareció en su vida como una tromba marina y que desapareció de la misma manera en que llegó: Melisa fue una exhalación.

 

Era el medio día de un sábado canicular de Junio y estaba uno al frente del otro apenas conociéndose. La había invitado a almorzar en el restaurante Versalles y, aunque hace esfuerzos, la memoria no le permite recordar cuál fue el origen de esa conversación intrascendente en la que él le hizo una referencia a la salsa y, muy al desgaire, le habló de ese sitio mágico de sus años jóvenes: El Timbalero.

 

Algo debió haber visto ella en sus ojos que le desencadenó ese entusiasmo repentino por ir a conocerlo.

 

-“¿Y, por qué no vamos allá a bailar esta noche Jóse?”-

 

“Estás loca Meli” – le dijo – “eso está como a ciento cuarenta kilómetros de distancia y además ni siquiera sé si el lugar todavía existe””. Y ella respondió que serían máximo cuatro horas en el carro; que dónde estaba mi espíritu de aventura; que ya pensaba como un anciano venerable; que estar vivo es esto: tomar decisiones intempestivas Jóse, dejarse llevar por el instinto. “Vas a ver que pasaremos un fin de semana delicioso”.

 

Todo con Melisa era inexorable.

 

Llegaron a Manizales como a las siete de la noche y se registraron en un pequeño hotelito sobre la carrera veintitrés, frente a la Catedral.

 

Melisa no le permitió que indagara si el sitio existía o no. Le dijo que no importaba que estuviera o no estuviera allí en donde la memoria lo había dejado. Lo emocionante era ir hacia el encuentro de este recuerdo feliz y sorprenderse.

 

El Timbalero estaba intacto: El mismo local estrecho y profundo, el mismo pasadizo repleto de mesas, el mismo remedo de pista que se atiborraba con las mismas diez parejas a lo máximo, el mismo desorden feliz, la misma música.

 

Sí, todo era lo mismo, pero distinto.

 

¿Acaso un halo de pobreza?, ¿una sencillez proletaria?, ¿una dejadez?; ¿una cierta suciedad que gravitaba en los muebles y en los rostros nuevos, jóvenes todos, que lo hacían sentir no solo viejo sino extranjero?.

 

Melisa lo rescató de los laberintos del desencanto con un gesto feliz: “esto es la putería Jóse. ¡Qué ambiente tan tenaz!”.

 

Bailaron toda la noche. El cuerpo prodigioso de Melisa, su ritmo y sus caderas, causaron sensación. Los rodeaban en medio de la estrechez,  los aplaudían, les gritaban que bailaran otra.

 

Salieron al amanecer, abrazados y tambaleándose, totalmente ebrios, al punto que no tuvieron el valor de llevarse el carro.

 

Llegaron en Taxi al hotel y cayeron derrumbados. Despertaron a eso de las once de la mañana y decidió, ahí en la biblioteca,  que no quiere olvidar jamás ese despertar erótico de domingo, en un hotelito romántico,  en el que Melisa se lo devoró vivo con todas las salsas.

 

Había regresado de París recientemente. Era bailarina de danza contemporánea y la conoció a través de Octavio, un amigo entrañable que había hecho carrera en la industria del espectáculo.

 

Delgada y sólida, trigueña, deslumbrante, de piernas largas y un andar de garza, Melisa transpiraba un aire europeo que era casi agresivo. Al verla parecía lejana, inaccesible, pero una vez conversabas con ella descubrías una alegría tierna y desbordada que te invadía por completo y casi no te dejaba respirar.

 

Era intensa, de una espontaneidad que circulaba por las fronteras de la desfachatez, nada la apenaba, nada la detenía.

 

Tiene la plena conciencia de que fue seducido sin contemplaciones, utilizado y luego abandonado con cariño y sin argumentos. Melisa tenía la virtud de no desencadenar rencores ni reclamos. Ella fue toda una experiencia.

 

Ya al amanecer de esa fiesta militante, “El Timbalero” reposaba del escándalo y solo sobrevivían dos mesas. El bolero se había abierto paso por entre los estragos de la salsa y  Marco Antonio Muñiz, a un volumen tenue, los dejaba conversar.

 

Estaban ellos cuatro: Ulises, Efraín, Eduardo y él, además de Marlene y dos mujeres más que fueron sus parejas de baile de esa noche aunque nunca las habían visto antes.

 

Salvo Marlene, las dos muchachas no parecían entender nada de lo que estaban hablando. Cabeceaban, se reían entre ellas, hacían intentos por despertar y seguían cabeceando.

 

En la otra mesa no pasaba nada. Dos hombres dormían profundamente mientras sus parejas, sin saber qué hacer, fumaban como unas desesperadas.

 

Ulises estaba en trance de cátedra:

 

“Este es un  problema que sólo lo podemos entender si lo pensamos desde el punto de vista del marxismo-leninismo. Es un problema de contradicciones. Miren por ejemplo el significado del bambuco, que los defensores del atraso definen como la máxima expresión del folclore de Colombia. Hay quienes olvidan que los indígenas quechuas, ya domesticados, solían interpretarlos mientras fabricaban piezas cerámicas”.

 

“Miren su recorrido geográfico, su desesperante sello rural. El bambuco se expandió desde el sur occidente en el departamento del Cauca, hacia el sur, Ecuador y Perú, y hacia el nororiente, precisamente hacia estos lados nuestros, tan pacatos, tan resistentes al cambio; para seguir  luego hacia el Tolima, Cundinamarca, Boyacá y los Santanderes, hasta convertirse no sólo en un símbolo nacional sino en un reflejo de lo que somos como país” –ahora adoptaba un tono de discurso- “¡una gran extensión de tierra sumida en el atraso, un país neocolonial y semi feudal condenado al ostracismo mientras continúe bajo la férula del imperialismo norteamericano!” 

 

“Díganme: ¿Qué tipo de mundo es posible soñar desde el bambuco?, ¿qué transformación ha de surgir desde sus letras y sonidos arcaicos?

 

¿Se movilizarían las masas al son del Dueto de Antaño, de Obdulio y Julián, de los lamentos de Pelón Santamarta?”

 

“¿Qué se puede esperar de la bandola, del tiple, de la guitarra?”

 

“¿Qué pueden hacer estos instrumentos al lado del piano, de los timbales, de las trompetas?”

 

“¿Le han prestado ustedes atención alguna vez a las letras de los bambucos y de las guabinas?”

 

“¡No hay pasión, sólo religiosidad abyecta!” –y entonces payaseaba cantando, haciendo gestos femeninos, burlándose: “ven niña de mi amor, ven a mi ranchito que te espero con ardor. Dulce y bella noviecita dueña de mi corazón, vamos a ver a la virgen y a pedirle protección, y a rogarle con fe viva que bendiga nuestra unión…” –ahora ponía cara de furioso y regresaba a su voz normal- “¡que maricada!”.

 

Ya habían llevado a las parejas hasta sus casas. Eran las seis y treinta de la mañana del sábado cuando se detuvieron ahí, sobre la carrera veintiuno, a tomarse un caldo hirviendo en las puertas del edificio de Telecom. Estaba feliz. Pensó entonces que tener la oportunidad de analizar con nuevo ojos cosas que parecían antes tan poco trascendentales como los bambucos y las guabinas, era una bienaventuranza sólo disfrutable desde los terrenos del marxismo leninismo.        

 

Se le volvió una costumbre visitar a aquel templo de la salsa para embriagarse con el sonido de Richi Rey y la voz de Bobby Cruz.

 

Ya no era necesario hacerse acompañar de Ulises o de los otros compañeros. Iba por lo menos una vez al mes, casi siempre con Urquijo, o con algunas amigas ocasionales, porque desde el rompimiento con Amanda no tenía una relación estable.

 

Se caracterizaba por su disciplina y compromiso con las responsabilidades del Partido, asistía rigurosamente a las reuniones de la célula, pagaba las cuotas, no faltaba al grupo de estudio, cumplía las tareas y había aceptado el día anterior integrarse al Frente Cultural para dirigir un grupo de teatro en un  colegio alejado de un barrio popular, en donde ya se contaba con algunos simpatizantes. Con tantas cosas buenas como las que le estaban pasando no se explicaba entonces – le dijo a Sonia mientras se tomaban una cerveza antes de ir a “El Timbalero”, – cuál era la causa de esa desazón que lo agobiaba.

 

Sonia era una camarada del Partido. Tenía tal vez dos años más que él, ¿acaso veintiuno?, y estudiaba Trabajo Social en la Universidad.

 

Era una morena rolliza de baja estatura que no solo deslumbraba con su rostro hermoso de nariz perfecta y ojos asombrosos, sino con la majestuosidad de su ritmo a la hora de bailar salsa.

 

“Ha de ser porque ya estás próximo a graduarte. – le respondió ella-  Terminar el bachillerato es el final de una etapa muy importante de la vida. Te ha de tener nervioso la presentación del examen de admisión en la Universidad, no sé, yo veo muchas razones –y agregó- ¿ya decidiste qué carrera vas a escoger?

 

Desde niño había soñado con ser Arquitecto pero todas las pruebas de aptitudes que le habían hecho en el Colegio de los niños-bien lo orientaban hacia el Derecho y las Ciencias Políticas. Tal vez esa era la razón de su angustia. ¿Se decidía por lo que entendía como una vocación o le daba más importancia a una recomendación técnica?

 

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