La dignidad que habita en la indignación

Escribe Alberto Morales
Pero claro que es agobiante esta sensación de abismo infinito, de barril sin fondo.

Cada día el último caso de corrupción supera lo que creíamos que era un límite impuesto por el caso anterior: “imposible que se pueda caer más bajo” – nos decimos – mientras un minuto después se hace inocultable que el abuso es capaz de atravesar una nueva frontera, que la violencia escala un nuevo nivel, que la sal se corrompe, que es más encumbrado el funcionario atrapado infraganti en sus excesos, que es más alto el juez que vende sus sentencias, más y más de todo lo execrable, más abundante la escoria, más fétidos los pasillos del poder.

Esas personas que ocupaban “cargos de dignidad”, esos que eran “dignos” de representarnos, se tornaron en mercachifles de la ética, le sirven al mejor postor, se han puesto un precio y poco o nada les importa que estén ya en evidencia.

Y entonces la indignación empieza a tomar forma.

Al establecimiento no le gusta la indignación, tampoco le gusta al poder, ni al status quo. Todos ellos quieren que haya calma y resignación. Vociferan que la rabia causa daños, que la furia no es civilizada. Pero es que la indignación es una cosa más profunda y existencial. No tiene nada que ver con la cólera instintiva, ni con el gesto de sobrevivencia.

Los estudiosos atribuyen a Cicerón el origen de la palabra dignidad. Él habla de “dignitas” haciendo referencia a las obligaciones propias de la condición de ser humanos. Unas obligaciones que llevaron siglos después a que Kant sintetizara que “dignidad es no tener precio”.

Y entonces, los pensadores aportan otras definiciones todas válidas: “Dignidad es el derecho a tener derechos”, “la dignidad es una frontera infranqueable”, “la dignidad es todo lo que entrañan las potencialidades que tenemos como humanos”. Para concluir finalmente con don José María Herrera que “ningún hombre puede serlo de verdad si se recortan sus posibilidades”.

¿Qué define al hombre sin posibilidades? el servilismo, la sumisión, la mansedumbre, la resignación.

Es fácil entender entonces que la indignación es un acto de dignidad. Que es necesario tener dignidad para poder indignarse. De allí que la dignidad tenga que estar siempre por encima del miedo. Si el miedo nos gana, la dignidad se pierde. Es evidente la existencia de una especie de conspiración para sumirnos en el silencio. Todo apunta a que el objetivo es hacernos creer que la indignidad es un hecho natural. Quieren domesticarnos, transmutar la indignidad en la obediencia. Howard Zinn lo expresa muy bien: “nos hemos convertido en gente obediente ante la pobreza y el hambre, ante el expolio y la privatización de nuestros bienes públicos, ante la estupidez, la guerra y la crueldad…”

Abundan los corifeos de la sumisión, ellos nos instruyen a través de los medios, otros se gastan sumas escandalosas para vendernos la estulticia, las redes sociales mienten y confunden para que el pensamiento no sea ejercido, ni la reflexión tome forma…y también se reinventan, crean nuevas y sofisticadas formas que pugnan por resignarnos. Solo la dignidad es nuestra tabla de salvación.

Y entonces, de manera nítida, se aparece en la memoria Carlos Gaviria (un digno entre los dignos) la noche del domingo 28 de mayo del 2006, el día de las elecciones en las que se enfrentó a Alvaro Uribe, cuando retomando a Borges, empezó su discurso diciendo:“la derrota tiene una dignidad que la ruidosa victoria no merece”…y es cierto, siempre ha sido cierto…

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