Escribe Alberto Morales
Son muy raras las indignaciones de la gente. Son muy raras – digo – las cosas que a veces indignan y las que, debiendo indignar, no indignan. Es una especie de dicotomía ética muy difícil de digerir. Vea por ejemplo los casos de “usted no sabe quién soy yo”.
La gente se exacerba con ese personajillo insignificante que, presa de su condición de lagarto irredimible, atrapado en la maraña de su apellido o víctima de la autovaloración exagerada de su dinero o de su cargo, se dirige al resto de los seres humanos mirándonos por encima del hombro y, cuando eventualmente es atrapado en la infracción o se le exige que cumpla una norma, suelta con ínfulas de superioridad la frasecita célebre para conminar a que tengamos cuidado porque “él es el que es”.
Esa misma gente indignada es incapaz de expresarse, movilizarse, agitarse, frente a casos flagrantes de impunidad en los que los responsables, con la misma actitud prepotente del personajillo, se eximen de todo, mienten con descaro y, sin que les tiemble la voz, miran a los ojos y dicen “yo no fui”. Entonces escuchan y aplauden.
Para el impune la responsabilidad penal no existe, tampoco la responsabilidad civil, la administrativa o la disciplinaria. El impune escapa a toda investigación, para el impune no hay
condenas, no tiene que indemnizar a nadie. El impune camina por este mundo con la certeza absoluta de que el concepto de la justicia no se aplica a él. Impunidad viene de “impunitas” que significa falta de castigo.
El impune es cínico en el sentido literal de la palabra: “practica de formas descarada, impúdica, deshonesta, algo que merece general desaprobación”.
La historia de la impunidad en el mundo es larga y ancha. De ella han sido protagonistas empresarios y banqueros con sus crímenes económicos execrables, dictadores, reyezuelos, militares, políticos y reconocidos delincuentes. Mire usted menciones emblemáticas:
Los Zetas, Pinochet, los crímenes del franquismo, por ejemplo.
Un país como el nuestro parece ser la mata de la impunidad, precisamente porque se ha convertido en la mata de la corrupción. Existe entre corrupción e impunidad una relación de vasos comunicantes.
Es imposible encontrar casos más aberrantes:
Que exista un contubernio entre algunos Magistrados de las altas Cortes, por ejemplo, capaces de poner sus decisiones al servicio del mejor postor y que actúen en gabela, a la manera de un cartel, para cuidarse las espaldas, es un exabrupto de proporciones colosales.
Así mismo, los analistas honrados confluyen en describir el Régimen de Contratación de Obras Públicas en Colombia como un siniestro y enmarañado artilugio de incisos diseñados en beneficio de los contratistas corruptos, para que no les pase nada desde el punto de vista legal. Todos sus
actos dolosos se ejecutan sin violar la ley.
Entonces surge la pregunta: ¿Qué explica esta dicotomía, esta indignación selectiva? Y aparece, luminoso, Harry G Frankfurt, profesor emérito de la Universidad de Princeton quien se ha dedicado a reflexionar sobre el tema de “la verdad”
Aprende uno acerca de los estragos que ha hecho esa construcción del “escepticismo sobre la verdad” que de manera sistemática se ha sembrado en la mente de nuestra gente desde las remotas épocas de la conquista española. No nos gusta conocer las cosas como realmente son, le huimos al pensamiento, somos los campeones del eufemismo.
El profesor Frankfurt plantea que esa “ausencia del interés por la verdad” es tierra abonada para el imperio de la charlatanería. El mundo en general y nuestro país en particular ha caído en manos de la charlatanería.
Los vivos, poco serios, mentiroso, están en el poder, manejan la mayoría de los medios de comunicación, orientan a la opinión pública. La charlatanería se ha convertido en un “modus vivendi” y por ello la impunidad, al igual que la corrupción, fluyen y reinan.
Dice el profesor Frankfurt: “Nadie en su sano juicio confiaría en un constructor o se sometería al cuidado de un médico a quienes la verdad los tenga sin cuidado”.
Pues parecería que en este país nos tiene sin cuidado la verdad a la hora de elegir a nuestros gobernantes.