Gocé mucho con este capitulo de la novela porque cuenta cómo fue “la primera vez”. ¡Erotismo Ventia!
Escribe: Alberto Morales
Bueno, el pelao se reencuentra con Amanda y ella lo lleva, por fin, a la cama. Es luego de un fracaso teatral.
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SIETE
Aunque parece revivirlo todo en sus detalles, no es capaz de describir esa sensación que lo invadió al entrar a la sala de Teatro de la Universidad de Caldas.
Efraín lo invitó a presenciar el ensayo del grupo y llegó cuando ya habían empezado.
La sala estaba oscura y vacía mientras allá en el escenario, bajo una luz intensa, un grupo de actrices y de actores hacían ejercicios de calentamiento al ritmo acompasado que imponía la voz del director.
Lo estremece el recuerdo. Tiene la tardía certeza de que los días de teatro fueron quizás los más felices y decisivos de su existencia. Determinaron su relación con el mundo y con la vida, fueron no solo el principio de su historia sino el argumento que le permitió encontrarse finalmente con la causa.
Todas las imágenes se agolpan: los textos de Enrique Buenaventura, los de Jairo Aníbal Niño, la lectura del “Montecalvo”, las obras sobre el tema de la masacre de las bananeras, Grotowski, Stanislavski, Bertold Brech, La Madre, el Festival de Teatro, el profesor Andreoni, los debates y los foros, el olor de la pintura fresca en los montajes, los ropajes exóticos de los personajes, el carmín; el polvo acumulado en las plantas de los pies a fuerza de recorrer mil veces el escenario en los ensayos; el otro polvo que anida en el vestuario, en los telones; el olor exquisito y alegre del cansancio; el pánico escénico hasta segundos antes de iniciar la función; las luces, las luces, los aplausos.
Lo intentó al principio con el grupo de teatro del colegio de los niños- bien. Solicitó el ingreso y fue aceptado.
Se sorprendió al descubrir que en el grupo también participaban alumnas del Colegio de La Presentación.
Estaban allí los excluidos, los muchachos y muchachas que no encajaban en otras actividades.
Solidarios en su desgracia, se convirtieron pronto en una logia feliz que hacía de cada lectura y de cada ensayo una fiesta memorable. Allí, muchachos tímidos adquirían de repente una vigorosa personalidad cuando actuaban en los ensayos; muchachas anodinas reflejaban nuevos brillos y transpiraban bellezas ocultas al interpretar a otros personajes; jóvenes parcos se convertían en actores locuaces. Fue un milagro.
No recuerda con precisión el nombre del autor de su primer montaje, tampoco el nombre de quien dirigió la obra, pero si tiene una idea de la historia que se narraba.
Era teatro del absurdo.
Una funeraria de mascotas dirigida por un tirano que humilla hasta la exasperación a su frágil dependiente, se encarga de engalanar las honras fúnebres de los más diversos animales que ostentan nombres y apellidos altisonantes: “Gregorio Sánchez Itúrbide” sería el nombre de un Collie; “Ariadna Sanclemente y Velásquez” el de una gata angora; entretanto sus amos, siempre caricaturescos y en las fronteras de la imbecilidad, arrastran denominaciones tales como “cuqui”, “pochis” o “pecas”.
La trama busca contrastar la pobreza y el drama del dependiente que necesita un anticipo de manera desesperada, con el derroche de lujo y de extravagancia que exhiben tanto los funerales de las mascotas como las vidas de sus amos.
Es un mundo al revés. Finalmente, el dependiente muere solitario.
Fueron cuatro meses delirantes en los que no hizo nada distinto a concentrarse en el montaje. No hubo amores, ni textos diferentes a los libretos, ni reuniones de amigos, ni acercamientos regulares a Mi Libro. Solo la obra de teatro.
Recorrieron todos los colegios de Manizales y en todos esos escenarios resonaron los aplausos.
Finalmente seleccionaron al grupo para representar a la ciudad en el festival departamental ínter colegiado de teatro y llegaron con todas las expectativas a la función de gala en el Centro Colombo Americano.
Era una sala con un escenario de verdad, con luces en parrillas dirigidas a control remoto, con telones, tramoya, camerinos y un aforo notable.
Sintieron que les fue bien. La sala estaba llena pero no fue generosa con los aplausos.
Lo entendió todo cuando se inició el foro, porque desde el principio los masacraron los universitarios.
La obra era “reaccionaria”, no se ajustaba a los parámetros del “realismo socialista”, era una caricatura “burguesa” en la que no existían personajes; una alegoría propia de las reflexiones de los reaccionarios, que no reflejaba los intereses del proletariado y, sobre todo, su gran pecado consistía en guardar un silencio cómplice con relación a la existencia del enemigo de todos los pueblos del mundo: el imperialismo norteamericano. ¿Acaso no habían tenido el valor de mencionarlo?
La gran tarea, la gran obligación del teatro contemporáneo era alinearse con las fuerzas liberadoras y con los intereses de los pobres, de los desfavorecidos, de los proletarios; porque era en ellos y solo en ellos, en donde descansaba el futuro promisorio e independiente de nuestra nación.
Quedaron devastados.
Fue uno de los últimos en salir del teatro. Eran tal vez las nueve de la noche y se había tardado con intención. No quería hablar con nadie, no quería encontrarse con ninguno de los amigos a los que había invitado. No quería hablar con Sara que había asistido con la tía Nidia y dos de sus hermanas, no quería hablar con Urquijo que fue también con otros compañeros del barrio. Se debatía entre la vergüenza y la rabia.
Y entonces, al salir a la calle, la vio recostada en el muro del frente, luciendo el mismo buzo rojo y pesado de la primera vez, fumando con gracia, esperándolo.
Era Amanda. Se acercó en silencio y lo abrazó. “¿Me acompañas a tomarme un café?”.
No le dijo “niño”.
Sentados en “Garibaldi” (ya no se sentía un extraño) la escuchó decir que ella, allá en el fondo de su alma, sabía que eso iba a pasar en el foro. Es el problema de la “sarampión” marxista – le dijo – con el cuento del “realismo” quieren mandar a la mierda al arte y a la creatividad.
Que lo vio magnífico, es cierto. Que salvo el tic con el pañuelo de la chaqueta que sacaba y guardaba como si no supiera que hacer con él, todo estuvo muy bien. Que fue convincente, verosímil, persuasivo en su maldad. “A ratos te odié por villano y eso ya habla muy bien de lo que hiciste en el escenario”.
Ahora lo mira coqueta, divertida, graciosa: “Cuando supe que estabas haciendo teatro y que participabas en la función de hoy, decidí traerte un regalo” – lo sorprendió – y entonces puso entre sus manos ese libro gris con letras negras y rojas en la carátula: “Teatro, Jean Genet, El Balcón, Severa Vigilancia, Las Sirvientas, Editorial Losada, Buenos Aires”.
Tenía una dedicatoria extraña: “Y la noche llegó”. No estaban escritos ni la fecha ni los nombres de ninguno de los dos.
Decidió no hacer comentarios.
Estaba alucinado con ella, extasiado con sus ojos y sus gestos. “Estos marxoides no entienden nada – la escucha – . Mira, Genet hace una advertencia en este libro que debería reconciliarte con tu montaje y con la vida: El artista o el poeta, no tiene por función hallar la solución práctica de los problemas del mal. Que acepten ser malditos. Perderán el alma, si la tienen; pero no importa:- ¿si entiendes?- La obra será una explosión activa, un acto a partir del cual el público reaccionará, como quiera o como pueda. Algunos poetas de nuestros días se entregan a una operación muy curiosa: Cantan al Pueblo, a la Libertad, a la Revolución, que por ser cantados se ven arrojados y clavados en un firmamento abstracto. ¿Cómo acercárseles, amarlos, vivirlos, si los han enviado tan extraordinariamente lejos?”- ¿Lo ves?-
El no entendió nada pero asintió con la cabeza y le sonrió agradecido. Ella habló de György Lukács, de Sartre, de la estética y de la ética, y él escuchó haciendo ocasionales gestos de aprobación y disfrutándola, disfrutándola.
“Solo la forma – dice Lukács – consigue que la vivencia del artista con los otros, con el público, se convierta en comunicación, y gracias a esta comunicación establecida, gracias a la posibilidad del efecto y la aparición verdadera del efecto, el arte llega a ser social…”
Fue luego de un rato muy largo que ella, seductora, pronunció por fin las palabras mágicas:
“¿Me acompañas al apartamento?”.
Están ahí en la sala. Eliana, su mujer, tiene invitados a cenar. Madrigal, uno de los amigos, trata de integrarlo a una discusión sobre la barbarie paramilitar y la barbarie de los guerrilleros, sobre cómo el narcotráfico todo lo corrompe, pero él tarda en entender el llamado. Eliana interrumpe al amigo: “No le insistas” – le dice- “lleva tres días totalmente elevado y no he logrado que aterrice”. “Estás exagerando” – le responde él, mientras decide levantarse hasta el balcón con el argumento de buscar un poco de aire fresco. Tiene en sus manos un Whisky recién servido y la ciudad es, allá abajo, una mar de luces diminutas que llenan todo el espacio posible.
Entonces aspira el aire, entrecierra los ojos, y se inunda de placer recordando todos y cada uno de los segundos vividos veinticinco años atrás, en esa noche memorable.
Al llegar al apartamento, Amanda bajó la intensidad de las luces de la sala, dejó sonar un disco de Serrat y le dijo que se pusiera cómodo, que ya volvía. “No te pierdas”.
La vio regresar liberada del pesado buzo rojo, con una botella de vino tinto en una mano y dos copas en la otra. Lucía una camiseta blanca minúscula, ajustada, de tirillas a los hombros y la falda larga con la que llegó. Se había quitado los zapatos.
Le sirvió una copa abundante. “Brindemos por…” – dijo -, y empezó a hacer un gesto vago, como buscando una razón. “¿Por qué brindamos?” – preguntó coqueta- , y entonces él respondió con rapidez, lúcido, brillante, con un texto aprendido para otra ocasión y otro amor remoto, pero que resultó impecable en ese momento: “¡Por mi corazón!”, y antes de que ella pudiera replicar algo, Pablo Neruda, el eterno Pablo, volvió a ser enteramente suyo y nada más que suyo: “Si solamente me tocaras el corazón, si solamente pusieras tu boca en mi corazón, tu fina boca, tus dientes. Si pusieras tu lengua como una flecha roja allí donde mi corazón polvoriento golpea, si soplaras en mi corazón, cerca del mar, llorando, sonaría con un ruido oscuro, como aguas vacilantes, como sangre, como un caracol agrio…”
“No me digas que eres un poeta” -le dijo sorprendida- mientras sorbía un trago sin dejar de mirarlo. Entonces se acercó a él muy lentamente y puso los labios en los suyos con mucha suavidad para verter en él un chorro fresco de ese vino seco que venía raudo de su boca, excitante, y que paladeó apenas un segundo antes de que la lengua de ella lo invadiera y sus labios y sus dientes lo aprisionaran en un beso lento, lento y largo.
No tuvo que hacer nada, salvo tratar de dominar ese terror pánico creciente que mientras pasaban los minutos y no obstante estar ebrio de placer, se fue apoderando paulatinamente de su cuerpo.
Ella empezó a susurrarle incoherencias, palabras pequeñas, ronroneos, frases sueltas…”auxilio…te quiero… ¿me sientes, me sientes?”, mientras lo iba desnudando y se iba desnudando con pericia, sin afanes, con deleite.
Ella estaba extendida sobre él, con la cabeza a la altura de su vientre.
Esa sensación de la piel de ella, desnuda, en contacto con su piel, el roce de sus pezones; esa visión de la explosión rubia de su pelo que parecía una llama ardiente y el cosquilleo exquisito de sus labios que transitaban ahora por su pecho y hacían realidad el poema…”si solamente me tocaras el corazón, si solamente pusieras tu boca en mi corazón, tu fina boca, tus dientes…” era mas de lo que podía haberle pedido a la existencia para su “primera vez”.
Fue entonces cuando sintió que la mano de Amanda se posó con delicadeza en su sexo y tuvo la evidencia dolorosa de que la excitación que vibraba a lo largo y ancho de todos y cada uno de sus poros, no se compadecía con el tormento de esa virilidad flácida que estaba exhibiendo en aquel momento y que parecía deshacerse entre los dedos de ella.
“No te preocupes” – le susurró Amanda con cariño- “ya llegará”.
Pero no bajó la guardia. Insistió con ternura, lo acarició sin pudores y sin dudas, y mientras lo besaba y lo mordisqueaba con artilugios de odalisca, él se iba sumergiendo en un estado de éxtasis en el que el placer y la vergüenza parecían coexistir.
La vio levantarse varias veces en la búsqueda del vino inagotable; se maravilló con el esplendor desnudo de su cuerpo; pudo tenerla lo suficientemente cerca como para sumergirse en el infinito verde de sus ojos; supo en la avidez de los recorridos por la extensión de su epidermis, cuáles eran las diferencias exquisitas de todos sus sabores y se aprendió de memoria en los cuatro puntos cardinales de esa noche extraordinaria, la geografía entera de su piel.
Ya hacia el final, hubo un instante de delirio cuando Amanda aprisionó entre sus manos la mano izquierda de él para conducirla lentamente por la superficie de su cuello y llevarla luego con delicadeza a dibujar el contorno de sus pechos y bajar con ella por su vientre, atravesando con lentitud el territorio de su pubis radiante, hasta guardarla cuidadosa entre el calor tibio de sus piernas, a la altura de su sexo, en donde ha debido apretarla con una fuerza nueva porque sintió de repente que su virilidad se erguía y empezaba a responder.
Pero fue un instante fugaz, casi un engaño, un espejismo que duró sólo unos segundos, porque cuando Amanda quiso cabalgar sobre él con un gesto triunfante, ya era demasiado tarde.
Ella sonrió comprensiva, se abrazó a él para que escondiera entre sus pechos la vergüenza y le dijo en un susurro:
“No hay afanes…otra vez será”