Escribe Alberto Morales
Es una historia bacana, una evocación a épocas antiguas de militancia en la izquierda. Me gusta como está quedando y necesito su opinión.
UNO
El periódico ni siquiera era de ese día. Se trataba de una edición de la semana anterior y encontró la nota por casualidad. Si había de ser sincero, el nombre del personaje en el titular no le dijo nada. Lo que realmente atrajo su atención fue la referencia a la librería.
Lo leyó todo.
“¡Mierda!” – susurró – “quién iba a pensar que Pachón terminaría así”.
Dobló el ejemplar con mucha lentitud y perdió su mirada en la distancia. Era una mañana fresca de día festivo. Disfrutaba de un jugo de naranja, arrellanado ahí en el comedorcito auxiliar que habían instalado en el balcón para disfrutar de la vista inmensa que se extendía a sus pies y se dejó llevar por el paso de una bandada de torcazas a las que podía verles el lomo porque el apartamento era más alto que su vuelo.
El paisaje parecía haber sido concebido sólo para el disfrute de quienes vivían en esas montañas de privilegio. La ciudad ofrecía desde allí un halo diferente. Si, esta era otra vida.
Se le ocurrió entonces que esa relación suya con los periódicos lejanos era una costumbre que tenía mucho de cordón umbilical.
Llevaba ya veinticinco años viviendo por fuera de su ciudad y aún ojeaba con curiosidad las páginas de La Patria. Se le volvió un hábito dejar acumular hasta diez o más ediciones de este diario provincial y, en días como hoy, cuando desayunaba en el balcón, Cruz Helena la muchacha del servicio se los traía para que él escogiera algunos al azar y pudiera reafirmar así, con sólo mirarlos, que no tenía que ver con nada de lo que ocurría allá y que ya no conocía a nadie.
Descubre que esta noticia lo pone a transitar por entre los laberintos de la nostalgia. Se devuelve más de treinta años atrás y le sorprende la repentina nitidez de sus recuerdos. Es, en su memoria, un muchacho apenas y le parece que está viviendo lo vivido:
Le llegan entonces las voces y las risas desde dentro del Café “El Trébol” mezcladas con el choque incesante de las bolas de billar. Un coro de jugadores hace eco al ritmo de la canción en la que Roberto Ledesma adora el brillo de sus ojos, lo dulce que hay en sus labios rojos, los adora, los adora.
Iba a entrar pero lo espantó el bolero. Todas las canciones de Roberto Ledesma lo conducen a la piel de Lucrecia y ese destino le produce dolor.
Recién ha escampado y decide seguir caminando hacia el Parque de Caldas. La carrera veintitrés tiene un aire lúgubre, una especie de tristeza que serpentea con la neblina, que humedece los pensamientos y es capaz de devorarse todo lo que tiene color. Siente que se mueve en blanco y negro.
Las cosas no marchan bien por estos días: No termina de encajar en ese Colegio de niños- bien en donde han decidido matricularlo y Lucrecia no quiere volver a saber de él nunca más en la vida.
Ella es su obsesión, el aire que respira, la razón de su existencia.
Le bastó con verla por primera vez para empezar a amarla con veneración.
Fue un sábado de la última semana de noviembre. Estaba en la casa de la prima Sara en un plan de descanso total, cuando la vio llegar en medio de un alboroto de risas y de amigas declarando el comienzo inesperado de esa fiesta que se acababa de inventar.
Se abrió paso por entre los muebles de la sala cargada de bolsas y botellas, sin tener la más mínima conciencia de los estragos que estaba haciendo sobre él con la voluptuosidad de sus formas de hembra espléndida y con ese aire de lujuria que se dejaba venir desde la superficie morena de su piel.
Supo en un segundo que tenía que hacerse inolvidable para esta mujer cuya belleza le parecía de otro mundo y entonces se trazó instintivamente la estrategia de ignorarla.
Después de que llegaron los otros muchachos se dedicó a observarla todo el tiempo con un fingido desdén, de manera tal que cuando terminó la fiesta ya la tenía descifrada al derecho y al revés.
Claro que a simple vista podía dar la impresión de ser una coqueta incontenible y una seductora pertinaz. Parecía incluso estar obsesionada por llamar la atención y por sentirse admirada y deseada, pero esa no era más que una fachada de desesperación.
Ni se hablaron.
Al martes siguiente supo que no se había equivocado de estrategia porque la prima Sara le hizo una invitación irrenunciable: “Es de parte de Lucrecia” – le dijo – “quiere que nos encontremos en su casa el próximo sábado, que te espera a las tres de la tarde, que no le faltes porque quiere conocerte a profundidad”, y repitió la palabra “profundidad” con sorna cuando se despidió entre risas y gestos que él no fue capaz de interpretar.
Se le hizo eterna la espera de ese fin de semana y sobre todo la media hora adicional que se impuso como retraso obligado para que no se le notaran las urgencias. Llegó a las tres y treinta.
Sara y Lucrecia lo recibieron entusiasmadas. “Esta va a ser una fiesta larga – comentó la prima – los papás de Lucre no regresan hasta mañana, así que tenemos toda la casa para nosotras solas”.
En la sala estaba una hermana de Lucrecia, tal vez dos o tres años mayor, acompañada de su novio, y un amigo de Sara que estudiaba en el Colegio de San Luís.
Luego de un ritual corto de presentaciones y saludos, hablaron algunas tonterías mientras la prima ofrecía a todos un trago. La hermana de Lucrecia puso a sonar el primer disco y empezó a bailar con su novio, lo mismo hicieron Sara y su amigo.
Era Ledesma narrando una historia de soledades, describiendo el peso de la ausencia de la mujer que ama, cantando adolorido: “esta tarde vi llover, vi gente correr y no estabas tú…”.
El bolero parecía invitar a ser imaginado: cerró los ojos y alcanzó a ver los goterones intempestivos, el color gris de la calle, la carrera de los transeúntes buscando en donde guarecerse, y entonces lo regresó a la realidad la mano de Lucrecia tomando la suya y ordenándole con un susurro tierno: “levántate”.
Estuvo totalmente abrazado a ella a lo largo de esa noche memorable, adherido a su piel, sumergido en el abismo perfecto de su cuello, embriagado con su aroma; levitando los dos al ritmo cadencioso de esas melodías que se sucedían sin parar; sin conciencia de lo que ocurría a su alrededor y habitando en esa burbuja de placer exquisitamente solos .
A veces, la frase suelta de uno de esos boleros parecía estar escrita para ellos dos y sólo para ellos dos, y entonces él le decía al oído unas palabras tenues que ella respondía apretándose aún más a su cuerpo.
Bailaron sin descanso hasta el amanecer. No se besaron.
Sigue caminando. Este recuerdo feliz no es capaz de sacudirle ese aire lúgubre que respira mientras avanza por la carrera veintitrés. Se detiene sin razón frente a la vitrina de la Librería de las Hermanas Paulinas. Es amplia y luminosa. Los libros se exhiben cuidadosamente, algunos agrupados figurando construcciones de fantasía, aquellos sobre atriles diseñados a la medida, estos con la apariencia de haber sido puestos al desgaire y señalando hacia afiches diversos en sus diseños y mensajes: paisajes sobre los cuales se imprimen frases bíblicas, rostros infantiles en estado de éxtasis, retratos de vírgenes y de ángeles.
Sus ojos saltan de título en título: “Concilio Vaticano Segundo”, “Ya tengo catorce años”, “El fervor Mariano”.
A través de la vitrina se puede ver el interior de la librería. Todo es aséptico. Dos mujeres que parecen ser novicias, atienden muy amablemente a un viejo sacerdote que acaba de hacerles una compra importante. Lo premian con un separador de libros en cuyo diseño resalta la imagen del Sagrado Corazón de Jesús.
“En Vos confío” – se dice mentalmente –
No, no se besaron esa noche, ni lo hicieron nunca.
Se trataba de que ella no pudiera olvidarlo jamás, de imprimirle a esa relación una diferencia total con cualquiera otra que hubiese tenido en su existencia. Ella, la voluptuosa, la coqueta, la insinuante, la que despertaba todas las pasiones, la que desencadenaba todos los deseos, recibiría de él una lección de amor como nunca pudo imaginarse. Le demostraría con sus actos y superando todas las incomprensiones, que la amaba hasta la veneración, por encima de los instintos y mucho mas allá de los llamados de la piel.
Así, no solo empezaron a verse todos los días desde ese día sino que se les volvió un hábito conversar por teléfono largamente hasta los límites de la paciencia de sus dos familias, al punto de terminar colgando el auricular siempre obligados por la presión y con la certeza de haber dejado de decirse cosas importantes que se tenían que decir.
De todas maneras, cada visita suya era una batalla contra los mandatos inmisericordes de la carne.
Le bastaba con llegar para dejarse inundar por ese olor de ella, tan indescifrable. Entonces se les iba el tiempo tomados de la mano mientras él trataba de proponer temas trascendentales que Lucrecia era incapaz de responder, porque parecía gozar provocándolo, acercándose, recostándose en él, entornándole esos ojos verde mar que nada tenían que ver con el color oscuro de su piel, y convocándolo con sus actos y sus gestos a que la tocara.
Siempre terminaba casi reventado de excitación y de abstinencia.
En las noches, después de despedirse, empezaba a ascender triunfalmente hacia su casa por la calle que llevaba al Hospital Universitario, y ni siquiera los rigores del frío y de la niebla le daban reposo a la seguridad de estar dejando una huella imborrable en esa mujer instintiva y vulnerable a quien nadie había querido como la estaba queriendo él.
Cuando abandona la Librería de las Hermanas Paulinas no se puede ver nada a un metro de distancia porque la neblina lo inunda todo. Tiene la extraña sensación de estar caminando entre las nubes. Ahora es esa densidad gris la que se encarga de hacerle más pesada la tristeza.
Avanza una cuadra más arrastrando los jirones de su alma y de repente le llama la atención otra vitrina inesperada en la que se puede ver una fotografía del Teniente General Gustavo Rojas Pinilla a todo color, rejuvenecido y luciendo todos sus arreos, enmarcada por un hilo de bombillas diminutas y encendidas. La imagen se encuentra recostada sobre un pomposo arreglo de banderas patrias que le dan a la exhibición un aire de altar de Corpus Christi.
Es el Rojas Pinilla de los años cincuenta que tiene en su mirada la carga del poder absoluto y en el pecho la banda presidencial. Un Rojas Pinilla del que él no tiene conciencia y que en nada se parece al anciano que ha podido ver por estos días en el noticiero de televisión y en las páginas de prensa como candidato de la “Alianza Nacional Popular”.
Y entonces se percata de los libros.
Son centenares desperdigados sobre el piso de la pequeña vitrina, colgados de las paredes laterales, detrás de las banderas, mezclados con ejemplares de periódicos extraños: “Voz Proletaria”, “Libération”…
“¿Qué es esto?” – se pregunta –
Toma un poco de distancia de la acera y trata de tener una visión más amplia mirando a todos los lados, pero no es capaz de reconocer el sitio aunque lleva años pasando por allí.
Es un lugar que nadie podría percibir a primera vista, parece invisible, como sin intención.
Tiene la impresión de que las carátulas quieren saltar sobre él: “Viaje a Oxiana” de Robert Byron con la fotografía imponente de una mezquita; “El Satiricón” de Cayo Petronio, en donde se reproduce el pedazo de un fresco que recrea una especie de bacanal; “La mala vida” de Salvador Garmendia muestra un árbol moribundo en blanco y negro; “Ulises” de James Joyce, con un tranvía rojo atravesando una calle de Dublín; “El Mandarín” de José María Eca de Queiroz, sin ninguna ilustración…
“Es una Librería” – se responde –, pero la vitrina no deja ver su interior
Se para curioso frente a la entrada. Es estrecha y oscura.
Descubre al ingresar que el polvo se impone en el ambiente y que todo allí transpira un aire de vejez opresivo y contagioso. Tarda un momento en acostumbrarse a la semioscuridad del pasillo y empieza a avanzar. Percibe las sombras de algunas personas al fondo y en los pasillos laterales, ensimismadas en la búsqueda de algún texto.
Ahora puede verlo todo con claridad y con asombro:
Están allí todos los libros del mundo, los más diversos e imposibles; los libros ya leídos por centenares de lectores y que conservan aún el aliento de dejarse leer una y otra vez; los libros recién leídos, los recién impresos relucientes de nuevos y oliendo a tinta fresca; los que nunca tuvieron lectores, e incluso los libros moribundos que, habiendo sido leídos, ya nadie va a leer.
Es una orgía de libros que parecen gravitar en el aire reducido de esa área e inundarlo todo hasta la exasperación.
Hay un cuartucho estrecho a la derecha. La bombilla encendida se bambolea de un cable retorcido e ilumina tenuemente el escritorio atiborrado de papeles, de textos y de objetos extraños que forman una montaña de desorden y dejan ver apenas la testa exuberante del dueño de la librería.
Regresa de nuevo a Lucrecia. Recuerda ese presentimiento que lo atravesó como un rayo cuando la hermana le dijo que no estaba, y que se le convirtió en certeza en la medida en que se la negaban a lo largo del día cuando preguntaba por ella.
Se la tragó la tierra: ni en el teléfono, ni en la casa, ni en el colegio, ni en donde las amigas.
No entendía qué podía estar ocurriendo si llevaban ya setenta y siete días de felicidad sin interrupciones y no se había presentado en esa semana ningún incidente o discusión que presagiara una ruptura.
Se desangró de dolor durante esa larga búsqueda que se prolongó por más de treinta y seis horas, hasta esta mañana cuando habló con la prima.
Aún le retumban en el cerebro las palabras de Sara:
“No le insistas” – le dijo – “ella no quiere saber nunca mas de ti” – y agrega temerosa, casi en un tono de disculpa – : “Oye Jóse, no es que yo le crea, pero ella jura y re-jura que tú eres un marica”.
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