Claro que el nombre del personaje no le dice nada, pero decidí hacerle un homenaje porque tuvo un acto de valentía intelectual que nadie le ha reconocido. Hay mucho de ficción en el relato, pero toda la historia es cierta y es verdadera.
SEIS
Piensa que cuando se integró al periódico “Juventud” del colegio de los niños-bien, dejó de sentirse un advenedizo.
Hace memoria y recuerda el abismo existente entre los contenidos del primero y del último de los artículos publicados.
Llevaba tal vez seis meses de haber iniciado sus estudios allí cuando leyó en esa publicación una emocionada apología de los Beatles. El estudiante que la suscribía estaba maravillado con sus canciones y con su poderosa capacidad de convocatoria. El mundo estaba rendido a los pies del grupo inglés y el muchacho, en su exaltación, soltó la perla de que el cuarteto de Liverpool era para ese momento más famoso que Jesucristo.
No pudo resistirse. Escribió una extensa réplica poniendo patas arriba la tesis del estudiante rockero, no sólo acorralando su argumentación de la fama superior, sino haciendo a su vez una defensa de la personalidad pública de El Salvador y su condición de Hijo de Dios.
No sólo se lo publicaron sino que ingresó triunfante y bendecido a las huestes del periódico.
Ya para terminar el bachillerato, al año siguiente, su último escrito fue sobre los estragos del maíz transgénico y su condición macabra de instrumento del imperialismo norteamericano. Ya era otro. Fue con esa edición que conoció al poeta Ebel Botero.
Se divierte con el recuerdo.
El personaje se hacía notar en medio de la multitud que transitaba por la estrechez de la acera de enfrente del Café El Trébol. La memoria le dice que había llovido todo el día y quedaba solo el efecto de unas gotitas imperceptibles que flotaban en el aire y que no parecían molestar a nadie, por lo que no se veían paraguas abiertos.
De estatura mediana y un sombrero bombín, Ebel Botero parecía un personaje extraído de alguna película de los años veinte.
Aunque vestía siempre de negro y llevaba siempre chaleco y corbatín, la diferencia diaria estaba concentrada en los colores explosivos del pañuelo que lucía en la chaqueta y que no tiene memoria de haberlo visto repetir.
Había en él una dignidad extraña y un porte imponente que se acrecentaba con esa manera suya tan inglesa de llevar el bastón, o con el gesto rigurosamente académico con el que cargaba sus libros.
Bastaba con mirarlo para intuir en él a un intelectual, y lo era de carne y hueso.
Caminaba pausado, sin urgencias. Le gustaba recorrer la carrera veintitrés a esas horas de la tarde para recrear su vista lujuriosa con lo que era, para él, un Potosí de muchachos adolescentes que iban en uno y otro sentido, saliendo de los colegios y atiborrando con su presencia todos los cafés, heladerías y juegos de billar que abundaban en el centro.
Ebel siempre fue tema obligado para los estudiantes de bachillerato de la época y se cosían en torno a él todo tipo de leyendas, originadas en el hecho de que era un encantador de serpientes, un seductor reconocido y un marica redomado.
Asediaba a los muchachos con elegancia y con tacto luego de unos procesos de selección cuidadosamente medidos y largamente meditados. Estaba armado de una paciencia a prueba de fracasos. “Entre más difíciles más me gustan” – decían que se le oía decir –
Muchos años después, en un encuentro casual que tuvo en Bogotá con Nano Grand, convertido insospechadamente en un exitoso y reposado arquitecto, recordaron juntos a Ebel y rieron de nuevo con la respuesta monumental que este le arrojó cuando aquel quiso someterlo a la vergüenza pública, en ese viernes multitudinario en el que todos lo vieron pasar por el frente del Café El Trébol.
“Me hizo quedar como un culo” – reflexionó Nano –
Ya de regreso a la ciudad, llegó lleno de curiosidad con ese personaje lejano y quiso saber qué había sido de él después de tanto tiempo.
Consultó aquí y allá hasta aprender que Ebel había nacido en 1928; que su fascinación con las letras se inició casi al mismo tiempo que empezó a tener uso de razón; que al terminar el bachillerato, nadie se sorprendió con su determinación de estudiar en la Universidad Javeriana Filosofía y Letras. Que viajó luego a la Universidad de Iowa en los Estados Unidos en donde hizo un Master en Lenguas y Literaturas Romances y mas tarde un PHD en la Universidad de California. Que hablaba con fluidez el inglés, el francés, el latín y el italiano. Que colaboró en varias revistas y periódicos de Estados Unidos; que también vivió en Méjico y en Chile ejerciendo como periodista y vinculado a múltiples actividades culturales, y que regresó al país en donde escribió para los grandes diarios capitalinos El Tiempo y El Espectador, hasta aterrizar finalmente en Manizales en donde trabajó en el diario La Patria, reducido casi a nada, renunciando al oropel, en el papel de hombre invisible, ejerciendo un acto de coherencia intelectual que le ganó incluso el respeto y el reconocimiento silencioso de sus contradictores.
Entonces se le vino a la memoria esa historia aparatosa y fascinante que le contó alguna vez Jaime Hurtado, un compañero del colegio de los niños-bien.
Ocurre que recién llegado del exterior y ya instalado en Bogotá, Ebel empezó a hacer crítica literaria. Lo hacía con determinación, de manera disciplinada, inteligente y valerosa; derrumbando mitos y exacerbando a los círculos culteranos de la época que no le perdonaban su irreverencia.
Era altanero, si, pero conocía del tema.
Todos sus escritos despedían un halo de convicción que resultaba demoledor y persuasivo. No había manera de refutarlo.
Sus opiniones tenían pues el poder de lanzar a jóvenes escritores por los abismos de la fama, o destrozar sin consideraciones a quienes ya habían sido tocados por la gloria y la notoriedad. Ebel era así mismo una estrella fulgurante.
Entonces, que un día del año 1957 llegó a sus manos la primera novela de un joven periodista que tenía ya algún nivel de resonancia.
Era una historia simple en la que tres personajes (un niño, una madre y un abuelo) narran desde sus perspectivas lo que acontece en el cuarto sofocante de una casa de esquina en un pueblo remoto del Caribe, en donde el cadáver solitario de un extraño médico espera que le hagan el favor de enterrarlo, porque murió voluntariamente y proscrito, con la certeza íntima de que lo iban a dejar podrir colgado de su soga de ahorcado.
Se llamaba “La Hojarasca” y Ebel la hizo añicos al derecho y al revés.
Cuando exactamente diez años después tuvo el privilegio de ser uno de los primeros lectores de “Cien Años de Soledad” publicada por la Editorial Suramericana de Buenos Aires, tomó la determinación solemne de renunciar a la crítica literaria, avergonzado sinceramente por no haber sido capaz de intuir el monstruoso escritor que anidaba en las páginas de la novela destrozada.
Se autoexilió en ese pueblo.
Sus recuerdos reconstruyen el momento en el que conoció a Ebel.
Había en el colegio mucha conmoción tanto entre los estudiantes como entre los profesores por su artículo sobre esa variedad de maíz transgénico que los gringos estaban entregando a los mercados latinoamericanos, y que ocultaba en su formulación el objetivo perverso de detener el incremento de nuestra población, puesto que hacía infértiles a quienes lo consumían. Era una denuncia recogida de alguna de esas nuevas publicaciones que ahora leía y cuya temática eran los estragos que causaba el imperialismo norteamericano en los países del tercer mundo. ¡Cómo estaba cambiando!
Recibió el encargo de entregarle a Ebel, en su oficina de La Patria, un ejemplar de cortesía con la expectativa de que el escritor hiciera una reseña. Fue amable al recibirlo y no olvida su mirada cuando le recorrió el cuerpo como si le estuviera haciendo una radiografía. Piensa que no ha de haberle generado ninguna atención en particular porque lo despidió rápidamente.
Tres días después apareció la reseña en La Patria y en ella no solo resaltaba el diseño y el conjunto del periódico juvenil, sino que le dedicaba dos renglones al artículo del maíz transgénico. “Se adivina un escritor en ciernes”- decía- y a él casi se le sale el corazón.
Hoy se le ocurre que acaso esa afirmación fue un acto de coquetería.
De hecho, la conversación con Nano Grand en torno a Ebel estuvo centrada en los galanteos que aquel tuvo que soportarle, en su acecho permanente y cauteloso, casi imperceptible; en el miedo que alcanzó a sentir en su adolescencia ante la insistencia del escritor.
Lo del miedo en particular le causó sorpresa porque toda su vida recordó al Nano Grand como un verdadero crápula.
Habían estudiado juntos en el Instituto Universitario hasta su paso intempestivo al colegio de los niños- bien.
Si, Nano era una tromba marina que introducía el desorden por donde quiera que pasara. Su irreverencia llegaba a niveles superiores y su audacia no tenía fronteras ni razón.
Fue capaz de pegarle en la espalda a “cateto”, el temible profesor de álgebra, una hoja en la que se leía: “soy un güevón”. Hizo estragos una tarde de miércoles con el “pedo químico”, un compuesto sulfúrico que hedía a mil demonios y que obligó a desocupar el salón.
Recuerda que hizo llorar así mismo, con sus preguntas capciosas y sus impertinencias, a la profesora de español.
Por poco descalabra al profesor de educación física una mañana en la que lanzó desde la terraza del colegio un pupitre desvencijado, que en el estruendo de la caída desencadenó una conmoción con decenas de damnificados por el susto. De hecho el padre capellán sufrió un preinfarto y a Rosita la bibliotecaria hubo que llevarla de urgencias a la Clínica de la Presentación.
También organizó Nano todas las fiestas que tuvieron en esos cinco años, desfloró a todas las doncellas, contó los mejores chistes de que se tenga memoria y rió y rió cada minuto y cada hora de su vida de estudiante, hasta cuando se graduó.
Lo extraño es que nunca lo atraparon y jamás recibió ni siquiera una
amonestación, porque fue capaz de ganarse el silencio solidario de todos los compañeros, incluso el de sus víctimas, que soportaron privaciones y castigos pero jamás cedieron a entregar su nombre, cuando se iniciaban los interrogatorios de los esbirros del rector.
Piensa que era normal que estuvieran todos en la puerta del café El Trébol.
A esa hora las estudiantes del Colegio Antonia Santos y las del Liceo Femenino Isabel La Católica empezaban a inundar la calle con sus falditas plegadas y sus piernitas de infarto, en grupos de a tres o cuatro, riendo como enajenadas y fingiendo que no escuchaban las barbaridades que les arrojábamos desde todos los flancos.
Era un ritual de coqueteos y encuentros que se repetía cada viernes y que a veces evolucionaba hacia noviazgos fugaces o a pasiones inconfesables.
Un ritual que no fue neutralizado por el estruendo de la manifestación que una cuadra más abajo, por la carrera 22, vitoreaba al candidato a la presidencia de la república, General Gustavo Rojas Pinilla, quien visitaba la ciudad y hablaría más tarde en la Plaza de Bolívar.
Todo ocurrió en fracciones de segundo.
Una vez Nano Grand alcanzó a ver a Ebel transitando por la acera de en frente, se ocultó hábilmente tras las espaldas de quienes estábamos en la puerta, bajó un poco la cabeza e hizo con sus manos a la altura de la boca una especie de megáfono como para darle mayor resonancia a lo que iba a decir. Tomó aire y soltó entonces esa frase escandalosa que rebotó contra todas las paredes a las cinco y treinta y cinco minutos de la tarde de ese viernes, como si fuera el único sonido que hubiese sido posible escuchar:
“¡Ebel es maricaaaaaaaaaaaaaa!”.
El tiempo se detuvo.
Les pareció, en medio del estupor, que el mundo seguía moviéndose en cámara lenta. Vieron asombrados como Ebel continuó caminando imperturbable mientras levantaba su bastón con un gesto elegante y displicente, giraba su cuerpo con una cierta gracia y señalaba hacia donde estaban todos ellos, al mismo tiempo que expresaba de manera recia pero sin estridencia, esa respuesta que detonó en los oídos de Nano Grand y en los de todos los muchachos de la puerta, como una poderosa bomba que fue capaz de opacar los vítores a mi general Rojas Pinilla que se escuchaban a lo lejos:
“Esa voz, me la he comido” – eso fue exactamente lo que Ebel le dijo-
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