Las recuerdo como calles estrechas y turbias que destilaban en las mañanas unos olores rancios e indefinibles, en los que se podía intuir la mezcla de los regueros de todos los licores con los aceites requemados de las fritangas nocturnas y con los sudores del jolgorio y las secreciones de todos los amantes de la noche anterior.
Se llamaba “la Avanzada” y era la calle de las putas en Manizales.
Los sábados, como a las nueve de la mañana, los niños del barrio pasábamos por allí, pues era la ruta “obligada” para llegar a la cancha de fútbol de “morrogacho” en donde nos matábamos a patadas.
Siempre, siempre, pasábamos entre curiosos y aterrorizados, con la esperanza de ver algo indebido.
Eran épocas medievales desde luego, porque la zona de tolerancia, esa zona en donde todo era permitido, estaba a su vez delimitada con rigor. Se trataba de las fronteras del pecado.
Ya no.
Tolerarlo todo se convirtió en una especie nefasta de colombianidad. La cultura del “todo bien todo bien” arrasó con los límites, de manera tal que la moralidad desapareció como por encanto de la faz de nuestra tierra.
Entonces resulta más que aterrador el espectáculo diario de hechos que se suceden uno tras otro, en donde se hace evidente el torrente escandaloso de la corrupción más desenfrenada, mientras la vida de todos nosotros continúa como si nada.
Desde luego este desenfado nacional, este gesto de “no me importa”, no es un comportamiento y una manera de ver el mundo que haya surgido así no mas, por generación espontánea. Desde luego que no.
Se trata de una cultura pacientemente construida, de manera sistemática, torva, perversa, intencional, en la que el país fue cayendo enajenado. Una especie de lavado cerebral colectivo que fue minando la moral de los colombianos.
Primero fue el contubernio de los más oscuros intereses criminales sumado a la laxitud de la “gente de bien”(?) que aceptaba sin reparos hacer con ellos todo tipo de transacciones comerciales. Gente que se deslumbró con el derroche y la ostentación y que adoptó con entusiasmo la tesis del dinero fácil. Tal tesis abrió las compuertas del “todo vale”.
Pero la segunda etapa fue aún más corrosiva en tanto cubrió con un manto de aparente dignidad los más grandes exabruptos. Fue el montaje de la tesis de la “justa causa”.
Como quiera que deberíamos comprometernos a acabar con una amenaza aterradora de antipatriotas, impíos, ateos, bandoleros y terroristas, todo aquello que hubiese que hacer para borrarlos de la faz de la tierra era permitido.
¿Había que hacer alianzas hasta con el diablo? Vale. ¿Había que entender que esta guerra santa exigía daños colaterales y sacrificio de inocentes? Vale. ¿Había que saltarse la ley? Vale. ¿El que pensara ligeramente diferente era también el enemigo? Vale. ¿Era necesario vender la dignidad nacional? Vale. ¿Había que modificar cifras, hacer trapisondas, realizar montajes? Vale. ¿Urdir mentiras? Vale.
Todo valía en esta óptica, y entonces los valores se envilecieron. De hecho, en esta zona de tolerancia empezó a tolerarse hasta la intolerancia.
De cara a este escenario, el resto fue ver el espectáculo del tránsito masivo por las autopistas de la corrupción.
¿Que hay que dar coimas? Vale. ¿Puedo enriquecerme con los dineros públicos? Vale. ¿Comprar contratos? Vale. ¿Vender el alma? Vale.
Tal vez el mejor colofón de esta historia de vergüenza en la que todo se ha distorsionado es la sentencia que esgrime sin sonrojarse el señor Miguel Nule: “la corrupción es inherente al ser humano” (??!!).
Hay que volver a empezar.