Escribe: Alberto Morales.
El personaje se encuentra con una mujer que va a tener una gran influencia sobre su vida. Es mayor que él y así empezó la relación.CINCO
Regresa al apartamento y se dirige de nuevo hacia el balcón. Le parece que desde allí, desde esa altura, puede organizar de mejor manera sus recuerdos y sus pensamientos para poder transcribirlos.
Cruz Helena le trae un café humeante y él se abstrae mirando hacia la ciudad que transpira hilaridad en la distancia. Estos son días de fiestas y de feria.
Cuando se pregunta con el primer sorbo qué habrá sido de Lucrecia, empiezan a desfilar por su memoria todas las mujeres de la adolescencia: Gloria y Estela, Sonia, Sandra, Matilde, Adriana… si, Adriana, la hija del periodista célebre.
Es una trigueña hermosa, espigada y lánguida, de aire ausente y un discurso que solo admite lo trascendental. Tiene el cabello largo y lacio, un andar solitario, manos de pianista y ojos pequeños y pícaros que destellan cuando hace el gesto ocasional de intentar una sonrisa.
Fue una relación fugaz de pocas semanas que no alcanzó a tener el calor suficiente para hornear un amor. La verdad fue que cada uno trató de cubrir con el otro el vacío dejado por rompimientos dolorosos, de manera tal que se les fue el tiempo en unas caminadas irracionales en las que, tomados de las manos, hablaban ya sobre la complejidad de la existencia, ahora sobre la certeza de la incertidumbre, o ejercitaban unos silencios eternos que los persuadían engañosamente de su compatibilidad.
Un día, sin dolores ni remordimientos de uno y otro lado, ella le informó que se iba a París con Alan.
Se trataba de un francés rubio y despampanante, que apareció un día en esas calles y se prendó de ella con una tal ferocidad, que le sobraron argumentos para persuadirla.
También la conoció en “Mi Libro”.
Para ese tiempo ya no salía de donde Pachón. Era un cliente habitual y había sentido una profunda transformación en su manera de relacionarse con el mundo.
Le sorprende la velocidad de los cambios que vivió por esos días, porque sólo ahora, en la perspectiva de sus recuerdos, entiende que realmente habían pasado solo algunos meses desde su inesperado encuentro con esa vitrina.
A partir de entonces los libros adquirieron para él una dimensión sacra.
De hecho, Adriana terminó convirtiéndose en un recuerdo perenne gracias al impacto brutal que le produjo entrar a su casa y conocer la biblioteca de su padre.
Le bastó con atravesar la puerta de esa construcción modesta, allá en el barrio Chipre, para dejarse sobrecoger por la presencia avasalladora de los libros que cubrían desde el piso hasta el techo todas las paredes, pasando por la sala, por el comedor y los corredores, hasta inundar también los dormitorios.
Adriana y su familia vivían literalmente sumergidas entre textos.
Ese mismo día vio de cuerpo presente al periodista célebre por primera y única vez.
Estaba en su estudio – un cuartucho en el que apenas cabían él y el escritorio – tecleando con sus dos índices a gran velocidad.
Se trataba de un viejo monumental de gafas gruesas y cejas enormes que se limitó a mirarlo como si no existiera mientras susurraba un saludo inaudible. Desde esa fecha lo leyó en La Patria con auténtica pasión.
A Pachón no le gustaba lo que el periodista escribía en su columna diaria. Decía que era un reaccionario y que carecía de seriedad.
No soportaba que un día hiciera un sesudo análisis sobre la economía cafetera, que otro día hiciera una oda al brasier y terminara la semana diseccionando un texto de Albert Camus.
Mirado desde la distancia de más de veinticinco años es fácil afirmar que Pachón no tenía sentido del humor, que estaba enfermo de solemnidad y que era, además de un auténtico iconoclasta, un genuino anarquista, de los de Bakunine. Sólo que para esa época él no lo sabía.
Por esos días la pasión del dueño de la librería estaba centrada en el Teniente General Gustavo Rojas Pinilla.
Pachón lo sabía todo sobre su ídolo:
Que asumió el poder el 13 de junio de 1953 bajo el lema de “paz, justicia y libertad”. Hombre, que eso era precisamente lo que Colombia necesitaba porque mi General encontró un país devastado por el terror de la violencia partidaria.
El cuento de que hizo un golpe militar es pura mierda. Quien mejor describió lo sucedido fue el ex presidente Darío Echandía cuando dijo que mi General lo que dio fue “un golpe de opinión”.
Mi General ha estado siempre con los pobres – dice gesticulando – con los de abajo. Mire que él creó La Confederación Nacional de Trabajadores en 1954; el Movimiento de Acción Comunal para darle voz a los descamisados; la famosa Sendas y el Banco Popular, para que los pobres tuvieran crédito. Vea que todo lo que hizo mi General fue siempre muy bien intencionado, lo que pasa es que la oligarquía quiere que nos de amnesia a todos.
Afortunadamente ahí están las obras de mi General, esas que no se olvidan: La construcción del ferrocarril del Atlántico; la carretera Bogotá- Chía; el Hospital Militar que es una belleza; la represa hidroeléctrica de Lebrija; las Instalaciones de la refinería de Barrancabermeja y de Paz del Río; el Observatorio Astronómico; el Aeropuerto El Dorado; la Universidad Pedagógica de Tunja y, óigame esto: mi General trajo la televisión al país, la te-le-vi-sión mijo, ¡nos puso en contacto con el mundo!.
Pregunte, pregunte quién le otorgó a la mujer todos los derechos civiles y le van a tener que responder que fue mi General. No hombre, es que ahora que ya la mayoría de la gente sabe que mi General Rojas Pinilla va a ganar estas elecciones, todos los oligarcas y los reaccionarios están cagados de miedo, ¡cagados! – decía Pachón –
Fue huyéndole a uno de esos soliloquios exacerbados del dueño de la librería, cuando vio la invitación pegada de uno de los vidrios laterales de la vitrina.
Era una hoja de papel tamaño oficio escrita a mano sobre el mimeógrafo. Le atrajo su minuciosa elaboración. Se podía ver en ella una ilustración caricaturesca del Tío Sam simbolizando el poder norteamericano, que parecía intimidado por esa multitud de puños cerrados que brotaban desde el mapa de la América del Sur.
Se sintió seducido por la condición de la convocatoria en el sentido de llevar una vela de esperma para el “rito de la luz de nuestra América mestiza” y el título grandilocuente de la invitación: “Poemas Libertarios y Canciones de la Tierra”.
No recodaba el nombre del poeta. La entrada era gratuita y el lugar era el Galpón del Palacio de Bellas Artes.
Llegó a eso de las siete de la noche acompañado de Efraín, un amigo reciente cuya pasión era el teatro. Cada uno llevaba su vela en el bolsillo de la chaqueta. Hacía un frío intenso pero el cielo estaba despejado. Había afuera una multitud de hombres y mujeres de todas las edades, la mayoría con rostro universitario. Las puertas del galpón se abrieron y todos entraron detrás del “¡adelante, adelante compañeros!” que vociferó uno de los organizadores.
Le prestó muy poca atención al discurso con el que se dio comienzo al evento porque estaba impactado con la presencia sorprendente, impensable, arrolladora, ahí a su lado, de la mujer mayor que lo había desquiciado meses antes.
Empezaron a escucharse algunas canciones de la nueva trova cubana y descubrió asombrado que ya no le parecieron tan malignas cuando pudo observar que ella y las dos amigas que la acompañaban las repetían en coro.
Una hora después, no solo sintió que todos los asistentes parecían fundidos en una misma idea solidaria de hermandad, sino que tenía ya la seguridad de que el viejo profesor que la acompañaba en el pasado no iba a aparecer.
Lleno de esperanzas y de expectativas, empezó a aplaudir con fervor militante esas nuevas baladas con música del folclor chileno y argentino que convocaban a la unión de todos los pobres del mundo contra el explotador.
Eran ya las nueve y treinta de la noche cuando dieron la instrucción de que las velas fueran encendidas y apareció el poeta “libertario” acompañado de una hermosa guitarrista que llenó con sus notas al galpón
Hacia las once de la noche, amparado en la certeza de que ya todos eran amigos de todos y estaban unidos por una misma y sola idea de fraternidad y de igualdad, le fue fácil saber entre poema y aplauso, que ella se llamaba Amanda y que era profesora de Sociología de la Universidad de Caldas, que vivía sola en un pequeño apartamento por el barrio San Joaquín y que había llegado desde Ibagué por los días en los que la vio en la librería y la siguió luego hasta Garibaldi.
Le contó la anécdota con un cierto pudor y ella rió con desparpajo.”¡Qué niño tan precoz!” le dijo, pero no se negó a dejarse acompañar de él cuando terminó el espectáculo.
Efraín, solidario, había dicho que él se iría con las dos amigas, y entonces pudieron hacer el recorrido Amanda y él por las calles solitarias, sumergidos en la neblina de la noche, ateridos del frío y sin tocarse.
Aunque ella llevaba un pesado abrigo que invitaba a refugiarse en él, lo único que hacía era hablarle de lo último que había estado leyendo.
Se trataba de un tal Paulo Freire y de su idea de la educación “problematizadora”.
Ahora, con su cátedra en la Universidad, siente la necesidad de “ser una educadora capaz de re-hacer constantemente su acto ‘cognoscente’ en la ‘cognocibilidad’ de los educandos ¿me entiendes? no quiero que mis alumnos sean recipientes dóciles de depósitos, quiero que sean investigadores críticos en diálogo conmigo, que me asumo como investigadora crítica también”.
No, no la entendía, sólo se dejaba llevar por esa voz de ella, fascinado con la manera que tenía de pronunciar las nuevas palabras, fascinado con su gesto de unir el índice y el pulgar derechos para reafirmarle que “la educación se re-hace constantemente en la praxis, es decir, que para ser tiene que estar siendo”.
Lo mira con esos ojos verdes y le pregunta si acaso lo está aburriendo, “tengo el problema de no dejar hablar a los demás. – Cuéntame niño ¿qué estás leyendo por estos días?”-
No, no lo aburre, ¿cómo se le ocurre?, está feliz con ella. Si, ha estado leyendo un texto de Salvador Garmendia, son cuentos. El libro se llama “Difuntos, extraños y volátiles” y le ha impactado uno en particular: “alusiones domésticas”.
Un hombre – se llama Lorenzo – va a abrir la puerta del cuarto de baño de su casa en una tarde sin nombre y su mano derecha queda de repente pegada al picaporte, soldada al pomo de metal.
Es un fenómeno esperado, asumido con cierta resignación.
Luego de intentar soltarse solo y sin ningún resultado, decide llamar a su mujer quien también observa lo sucedido como un accidente de la cotidianidad y trata de ayudarle rodeándole la cintura con sus brazos y empujando hacia atrás infructuosamente.
La escena es ridícula pero Garmendia la va narrando con toda seriedad, como una crónica.
Llega un hijo del colegio y se une con frenesí a esta lucha por zafar al padre del picaporte, luego entra una hija y más tarde el niño menor. Todos encadenados los unos a los otros halando hacia atrás para salvar al padre, esforzándose, bufando, animándose.
Sin darse cuenta, ya estaban frente a la puerta del apartamento de Amanda y ella le increpó: “vas a tener que entrar y contarme el final del cuento, porque ya estoy muerta de la curiosidad”.
Es un espacio acogedor, con muy pocos muebles. La sala está llena de cojines en el suelo, cojines de colores y texturas diferentes, muchos candelabros y velones, objetos indígenas, lanzas, flautas, cerámicas, libros. En la pared tres afiches en retablos: Uno que hace referencia a la película “El Acorazado Potenkim”; otro, un retrato de Freud en blanco y negro y un tercero que muestra el rostro de Lenin serio, solemne.
“Espérame un momento” – le dijo-
Sueña. Piensa en lo que será el amor sobre los cojines, planea cuál puede ser la más seductora de las frases, la más certera, la más inteligente. Le asalta el temor de saber que será su primera vez, pero es un temor que no tiene la fuerza de detener su sueño.
La está imaginando desnuda, tierna, complaciente, y entonces siente sus pasos de regreso.
Despojada del pesado abrigo, ella se sienta junto a él sonriendo, trae una sola copa de vino en la mano, y la percibe inaccesible, dueña de su piel y de sus formas. Enciende un cigarrillo y le dice: “bueno niño, soy toda oídos”.
Camina furioso, su reloj marca las doce y cuarenta y cinco de la madrugada, marcha con las manos en los bolsillos, herido en su amor propio.
Le exacerba el tono con el que le dice “niño”.
Avanza hacia su casa en medio de esa noche fría con la punzante sensación de que Amanda no ha hecho nada distinto a burlarse de él durante todo el tiempo.
Se le ocurre incluso que ese beso casto que le estampó en la frente al despedirlo, en el momento preciso en el que supo el final del cuento de Salvador Garmendia, no fue nada distinto a un gesto de agresión.