Escribe: Alberto Morales
El célebre y tal vez último anarquista existente hoy, David Graeber, refiere un ejercicio popularizado en la preparatoria de los Estados Unidos: se pide a los estudiantes que describan cómo sería un día de sus vidas si se hubiesen transformado (solo por ese día) en alguien del sexo opuesto. Explica que los resultados son “asombrosamente uniformes”. Las chicas tienden a escribir largos ensayos, muy detallados, que “claramente muestran que han pasado mucho tiempo pensando en el tema”, mientras que, por lo general, más de la mitad de los chicos se niegan a escribir el ensayo completo y expresan que no tienen ni idea y que les molesta profundamente tener que pensar en ello.
La anécdota le permite a Graeber hacer una larga disquisición sobre el machismo y el desprecio que se tiene desde una posición de “poder” a imaginar cualquier cosa, pero sirve también para aportar una reflexión sobre el inusitado crecimiento de la estupidez en el mundo contemporáneo.
En términos de diccionario, se refiere al estúpido como aquel que tiene ausencia de sensatez, a quien le falta entendimiento, quien es notablemente torpe para comprender.
Aquel que no piensa.
Y entonces, a la manera de una pandemia, se ha impuesto la idea individualizada de que nada merece un análisis. ¿Para qué? -piensa la gente, e incluso lo verbaliza- ¿qué objeto va a tener la más mínima reflexión si aquí nunca pasa nada?
Las cosas se olvidan fácilmente. Nos han vendido la idea de que los acontecimientos se suceden a una tal velocidad, que el interés cambia de un minuto a otro. El mundo pasa raudo frente a nuestros ojos y nosotros apenas lo notamos.
Alain Finkielkraut es un filósofo francés que ha dedicado tiempo a reflexionar sobre el tema.
El origen de esta deplorable situación, dice él, se centra en lo que denomina el “aniquilamiento de la individualidad” que, bajo la conspiración de la aldea global, no solo arrasa con el aprendizaje de la duda, sino con la diversidad de las culturas, para concluir que ya no se puede aspirar a “una sociedad auténtica, en la que todos los individuos vivan cómodamente en su identidad cultural, sino a una sociedad polimorfa. Lo multicultural es entendido arbitrariamente como un mundo bien surtido, en el que lo que se aprecia no son las culturas como tales sino su versión edulcorada”.
Su descripción de las nuevas realidades es, además de cierta, verdaderamente patética: “Siempre que lleve la firma de un gran diseñador, un par de botas equivale a Shakespeare; una frase publicitaria eficaz equivale a un poema de Apollinaire o de Francis Ponge; un ritmo de Rock equivale a una melodía de Duke Ellington; un partido de fútbol equivale a un ballet de Pina Bausch, un gran modisto equivale a Manet…”
Lo grave no es esto, pues la ética, al igual que los placeres, empieza también a vivirse a la carta. El pensamiento deja entonces de ser un valor supremo y se vuelve tan facultativo como la lotería primitiva. Todo en el universo se convierte en opciones legítimas y desaparecen las obligaciones.
Todo gira alrededor de la inmediatez de las pasiones más elementales.
La tesis de Finkielfraut es que la cultura se ha disuelto en tanto se ha borrado la frontera entre la cultura y la diversión.
Un efecto demoledor del triunfo de la estupidez, es que han desaparecido por lo tanto los lugares para acoger y para conferir sentido a la cultura en el sentido antiguo del término. La vida guiada por el intelecto ha perdido significación.
El universo light tiene la iniciativa. Todo es liviano, la vida es liviana, los medios son livianos, los héroes son livianos, los influenciadores son livianos. Todos a una trabajando de manera sistemática para construir lo que Finkielkraut llama el “debilitamiento de la voluntad”. Así, la ceguera hace metástasis y quedamos en poder de la barbarie.
El libro cierra con un axioma doloroso: “La vida guiada por el pensamiento cede suavemente su lugar al terrible y ridículo cara a cara del fanático y del zombie”.
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