Un libro impactante de Pascal Bruckner sobre la orgía de la “felicidad” en la que nos ha metido la modernidad.
Es un ensayo reconfortante y lúcido que se remonta a las ideas imperantes en el cristianismo del siglo X, particularmente dramáticas en la apología del sufrimiento.
La felicidad era sólo una reminiscencia. “Todos recordamos haber sido felices antes de la caída” dice San Agustín.
Es una oferta de salvación que Bruckner explica de manera impecable: “renunciar a los falsos prestigios del mundo significa tener derecho a una desmesurada gratificación en el cielo. Es este el único modo de poner fin al escándalo de la prosperidad del malvado y del infortunio del justo”.
La rigurosidad de las exigencias para la salvación convierte a la vida en una experiencia insoportable. Es por ello que para el siglo XII surge la noción del purgatorio, introduciendo todo un sistema de “mitigación de condenas”. La expiación se hace posible.
Desde allí, hubo un giro hacia la glorificación de la denominada moral estoica, entendida como esa necesidad compulsiva de apropiarse de la desgracia de los demás. Fue el “breviario de la resignación”.
Ah, pero la naturaleza del hombre es impaciente. La espera de una nueva vida llena de goces en el más allá, adquiriendo un tiquete de sufrimientos sin fin en el más acá, resultaba desquiciante. Bruckner intenta una afirmación premonitoria: “Podríamos pensar que se pasó una página en la historia, pero ocurrió la contrario. Ahí empezaron las dificultades”
En el marco mismo de la revolución francesa “se consuman las bodas de la virtud y el cadalso”. Esa felicidad recién bautizada empieza a diluirse en la vida ordinaria y no puede dejar de cruzarse con lo que Bruckner llama “el terco dolor”. Pero no se trataba sólo del dolor. El placer tropieza también con el aburrimiento.
Ahí va pues la sociedad saltando matones, moviéndose entre incongruencias. Ya tratando de acabar con la desdicha en bloque, iluminada por la acción revolucionaria, o detalle por detalle como lo proponen los reformistas, ahora cayendo en las redes del discurso de Alain para jurar ser felices desde ahora y para siempre, hasta llegar al Manifiesto de la Alegría de André Gide.
Esa euforia colectiva alcanza a sobrevivir en medio de las dos guerras y toma forma en “los primeros fastos del consumismo en Europa y Norteamérica” mientras en el universo de los países comunistas se propone como el régimen de la bienaventuranza colectiva.
Para Mayo del 68 la propuesta es una liberación declarada de todos los deseos. “Prohibido prohibir” es la consigna y entonces de repente la palabra felicidad empieza a sonar a estupidez pequeñoburguesa.
No se puede negar que también en el siglo XX hubo –dice Bruckner- concepciones más sombrías de la vida como el existencialismo o las filosofías de la angustia, pero es cierto que fueron concepciones construidas en nombre de la libertad, de la soledad del hombre que se imponía a si mismo su propia ley.
No fue difícil llegar por este camino a la construcción de toda una “ética basada en parecer a gusto consigo mismo”, una ética que convierte a la felicidad junto con el mercado de la espiritualidad como la mayor industria de la época. En el marco de este nuevo orden moral, somos culpables de no estar bien.
Y entonces nadie se atreva a confesar que no es feliz, porque tal confesión le implicaría rebajarse socialmente.
En este deber ser de la bienaventuranza hay dos dominios que son imperativos: La sexualidad y la salud. La explicación es muy sencilla: ambas pueden medirse.
“En el recinto cerrado del dormitorio, los amantes se presentan al examen de la felicidad y se preguntan: ¿estamos a la altura?, ¿lo hicimos bien?”
Y en la misma perspectiva, la obsesión por la salud hace de cada instante de la vida un problema médico. “La mesa ya no es el altar de la suculencia, un momento para compartir e intercambiar, sino un mostrador de farmacia en donde pesamos minuciosamente las grasas y las calorías”
Así, la euforia se transforma en un viacrucis.
La belleza, la forma física y el placer están al alcance de todos, si estamos dispuestos a sacrificarnos, a sufrir por encontrar este paraíso en la tierra.
La conclusión no puede ser más terrorífica: Con la religión había que expiar los pecados para conseguir la salvación, ahora hay que expiar pura y simplemente, el hecho de ser.
Narcotizados por la misma pasión primigenia hacia el sufrimiento, la vulgaridad termina triunfando. La vulgaridad en la moral, en lo intelectual, en la estética, en lo social, en la vida pública y en la vida privada, la vulgaridad que lo contamina todo. Mire usted a su alrededor, si no es capaz de percibirlo entonces también usted está contaminado.