Escribe: Alberto Morales
Es una evocación. El “pelao” que está narrando esta historia recrea una relación de estertores con el Algebra de Baldor. Quiere venderla, cambiarla por otro libro más útil. Gocé mucho.
Vea el capítulo completo.
TRES
“Al –Juarismi, el más grande matemático musulmán, dio a esta disciplina la forma que después iba a ser clásica. Nació en la ciudad persa de Huwarismi, hoy Khiwa, a fines del siglo VIII. Murió hacia el 844 (230 de la Hégira)”.
“En la Biblioteca del califa Al-Mamún compuso en el 825 (210 de la Hégira) su obra Kitab al-muhtasar fi hisab al- gabr wa – al- muqabala, que explica de dónde se deriva el nombre de esta ciencia”.
“Al-gabr significa ecuación o restauración; al-muqabala son los términos que hay que agregar o quitar para que la igualdad no se altere. Por esto, en rigor, el Álgebra no es más que una teoría de las ecuaciones”
Había sufrido este libro hasta los límites de la cordura mientras cursaba el tercero de bachillerato. Lo había manipulado todo un año y descubre ahora que jamás había leído esta reseña de las primeras páginas en donde se explica quién era el personaje.
Va en el bus hacia el centro, concentrado ahora en la carátula que se descubre ante él totalmente diferente. Al- Juarismi se ve delgado en exceso y sus ojos demasiado grandes. Observa el turbante rojo de destellos amarillos contra el cielo y la ciudad que se derrite al fondo bajo el rigor de la canícula; un calor que parece no hacer mella sobre la humanidad de un hombrecillo con túnica roja que está tal vez orando a Alá con los brazos abiertos, desde la galería del único alminar visible. A un lado, la cúpula de la mezquita.
Hay que hacer un gran esfuerzo para tratar de descifrar qué significan los centenares de puntos que se ven en la parte inferior de la ilustración. Se le ocurre ahora que se trata de una multitud de musulmanes arrodillados y orando con los brazos extendidos en dirección a la Meca.
Al lado de la ilustración de los libros primigenios de Al-gabr y Al-muqabala, el libro del Al-goritmi.
Pero las sorpresas no se detienen: lee en la tercera página con fondo amarillo y letras rojas que el Doctor Aurelio Baldor, autor del libro y Jefe de la cátedra de matemáticas de Stevens Academy, Hoboken en New Jersey USA y profesor de matemáticas del Saint Peter’s Collage de Jersey City, es a su vez fundador, director y jefe de la cátedra de matemáticas del colegio Baldor en la Habana, Cuba (¿?!!).
¡Baldor es cubano!
¿No es acaso Cuba “la capital del imperio del mal, el gran bastión del comunismo ateo en nuestra América”?
El bus se detiene en frente de la Catedral Basílica por la carrera veintitrés y decide bajarse. Tal vez se de una pasada por “El Trébol”.
Tomó la determinación sobre el libro esta tarde al regresar del colegio. No tuvo que hacer grandes esfuerzos. Pensó que ya estaba cursando el quinto de bachillerato y que el “Álgebra de Baldor” era totalmente suya, que ya jamás la volvería a necesitar, que tal vez cuando “el negro” o Alejo llegaran al tercer año ése ya no sería el texto obligatorio porque así ocurría siempre. Y entonces se le desaparecieron todos los cargos de conciencia.
Salió de la casa con el libro para proponerle a Pachón que se lo cambiara por otro más interesante.
Camino al Café piensa que ha pasado ya una semana desde su último encuentro con Sara. Ninguno de los dos ha dado señales de vida.
La tarde tiene un tono festivo, es viernes y todo el mundo está en la calle. Casi no puede creerlo, pero Lucrecia es ahora un recuerdo lejano.
Marcha entusiasmado, hay una cierta lucidez que le llena el cuerpo, lo mira todo, tiene conciencia de los edificios, de sus fachadas, de las personas que pasan.
“¡Camilo vive!”, “¡Abajo el imperialismo norteamericano!”.
Lee las dos consignas pintadas en la pared con la rúbrica del Ejército de Liberación Nacional. Aunque le dio la impresión de que las veía por primera vez, tiene claro que Camilo Torres es todavía una memoria fresca y sabe que consignas como esta aparecen pintadas por todas partes.
Hace ya como tres años que la noticia conmovió al país: El cura guerrillero había muerto en un enfrentamiento con el ejército en las montañas de no sabe qué departamento.
Tiene sobre él un recuerdo vago: Que había estudiado en una Universidad en Europa; que había sido un intelectual reconocido y un sacerdote carismático.
La memoria le dice que fue estigmatizado por la iglesia. De hecho el Padre Esteban, allá en la parroquia de San José, todavía habla pestes de él. Sabe así mismo que su causa era la de los pobres, pero no tiene muy claro su discurso, nunca ha leído nada sobre lo que el cura proponía. “¡Pobre tipo!” – piensa -.
¿Qué pasó? –se pregunta mientras las torcazas desaparecen de su vista- ¿en qué momento esos ejércitos revolucionarios nutridos de jóvenes que renunciaban a todo para enlistarse en la gesta de la liberación nacional, degeneraron en cuadrillas de facinerosos, sin principios, delincuentes comunes sumergidos hasta el cuello en el negocio del narcotráfico?.
Al llegar a la puerta de “El Trébol” ve a Urquijo a unas tres mesas de distancia.
Hay una sensación de dolor en su mirada.
Cuando se acerca a él no le da tiempo de saludarlo porque lo recibe con una frase macabra: “Es cáncer” – le dice – “lo que mi papá tiene es cáncer. Nos acaban de entregar los resultados de los exámenes”
Lo conmueve el dolor del amigo, su incertidumbre, la soledad que transpira su alma. Son cuatro hermanos huérfanos de madre y ahora le habla con la certeza angustiada de que la vida de su padre tiene los días contados.
“Uno cree que ellos son inmortales – parece pensar Urquijo en voz alta – nos negamos a entender que el tiempo pasa. ¿Sabés qué?, creo que mi papá merecía un final más interesante. Esto de quedarse en una cama mientras la vida se le va apagando no encaja con todo lo que hizo. Estoy seguro de que el viejo hubiera preferido morir peleando”.
Y entonces descubre a través del amigo un papá desconocido que en nada se parece a ese señor anciano, espigado y lánguido, con sombrero negro de ala ancha y casi siempre de ruana terciada al hombro, que él se encontraba saliendo o entrando de la casa de su compañero de vez en cuando.
Ese adulto adusto y lejano era en las palabras de su hijo un curtido liberal de los de antes, de esos que estaban dispuestos a dar la vida por la bandera roja de su partido. Un hombre de experiencia que había sido entre otras muchas cosas un aguerrido concejal de la ciudad, un dirigente sindical, un “come curas”, un subversivo contra los gobiernos conservadores que se dieron antes del Frente Nacional y también el primer “chofer” profesional que hubo en Manizales.
Algo extraño e inexplicable se ha desencadenado en la mente de su amigo:
Días atrás, su padre era un tirano y un viejo ignorante, intemperante, un déspota que hacía invivible la casa y que condenaba a sus dos hermanas a un destino de solteronas solitarias. Pero ahora, con la inminencia de su muerte, el anciano adquiría ribetes heroicos y Urquijo aceptaba como ciertas todas las historias que escuchó desde cuando era niño y que nunca tuvo el valor de compartir con nadie porque siempre se le antojaron fantasías que nada tenían que ver con la realidad.
Entonces el amigo habla de masacres, de pueblos arrasados, de torturas indiscriminadas, de mujeres desolladas, de niños empalados, de actos de sevicia inenarrables que se ejecutaban en el nombre de una bandera partidista y que anegaron de sangre a esta nación.
Urquijo parece un iluminado que desvela ante sus ojos la nueva verdad.
Aparecen en ese monólogo palabras que son alias remotos y que al oírlos dejan la sensación de haber sido escuchados alguna vez: “Sangrenegra”, “Tirofijo”, “Capitán Veneno”.
Y también surgen apellidos notables que no le dicen nada y que le dicen mucho porque están refundidos con un eco confuso en las entretelas de su memoria: Molina, Gaitán, Echandía.
Este Urquijo reflexivo y sabedor de tantas y tan agobiantes historias resulta irreconocible.
Jamás imaginó que su amigo tuviese toda esa información.
Descubre que salvo los temas de las muchachas, el cine y las revistas de historietas, ninguno otro ocupaba sus conversaciones. No recuerda que a su amigo le haya importado algo en esta vida. Además, no tiene la más mínima referencia de todo esto que Urquijo narra sin parar.
Es ahí cuando piensa que tampoco a él nunca le ha importado nada de nada.
La memoria salta hacia más atrás.
Se ve muy niño de la mano de Pedro Pablo en el día de las elecciones, caminando por el Parque de Bolívar hacia el edificio de la gobernación.
Ahí en el balcón, mientras Cruz Helena recoge los restos del desayuno y se lleva los ejemplares de La Patria, recuerda esa sensación de temor que se respira en el ambiente, esa aprensión extraña que se hace cada vez más grande bajo la mirada inquisidora de las fuerzas de policía que llenan todos los espacios. Un miedo que no puede evitar cuando requisan a su padre en la puerta de ingreso al sitio de las urnas de votación; un miedo infantil que no alcanza a ser matizado por la amabilidad de la señora que ejerce como funcionaria electoral, cuando introduce su pequeño dedo en el frasco de tinta indeleble para que pueda demostrar que él también ha “votado”.
Tiene entonces conciencia del temor que reflejó siempre el rostro de su madre en las oportunidades en las que su papá se lo llevó de niño para que lo acompañara en las fechas de elecciones.
Asocia ahora ese temor a la violencia partidista de la que habla Urquijo. ¿Tendrán también sus padres historias semejantes?
“Mas te vale entender que pasaron muchas cosas antes de que vos y yo naciéramos” -le dice el amigo en tono reflexivo al levantarse de la mesa –
Al salir de “El Trébol” ya es de noche.
El piso mojado refleja las luces de los vehículos y de los anuncios luminosos. Se siente afuera el mismo espíritu festivo que lo habitaba todo cuando se encontró con su amigo. “A nadie le importa el sufrimiento del otro – piensa – nadie sabe lo de nadie. Todos caminamos de prisa con nuestras felicidades y nuestros sueños, con nuestras tristezas y dolores, pero nadie sabe lo de nadie”.
Iba a hacerle algún comentario a su compañero en este sentido, pero se quedó con la palabra muda atrapada antes de salir de su boca, porque vio algo que lo paralizó.
Era Lucrecia de cuerpo presente proyectando todo su esplendor por la acera de enfrente.
Mas hermosa que nunca, iba caminando con la cabeza coquetamente recostada en el hombro de su acompañante y sus ojos estaban radiantes de felicidad.
La pareja transitaba en medio de la multitud de la noche del viernes y ella, desde luego, no lo había visto a él.
Lucía un abrigo negro de cuello alto, una blusa blanca abierta como al descuido que dejaba adivinar el delirio de sus pechos y tenía el pelo recogido con una peineta de aire español. Llevaba unas botas altas y una falda muy corta que parecía enriquecer el paisaje de su piel.
Toda ella era deslumbrante.
El muchacho que la acompañaba parecía invisible.
¡Claro que lo conocía! Era un compañero del Instituto Universitario con el que había cursado el tercero de bachillerato. ¿Qué le había visto ella a Idárraga, tan anodino él, tan simple, tan aburrido?
El corazón se le va a salir. Reconstruye en un segundo todos sus momentos, la ve a ella en la piel de Sara, sus labios en los de Sara, se le confunde la presencia de las dos mujeres en ese encuentro fugaz y siente que todos los poros de su piel van siendo recorridos lentamente por el líquido viscoso de ese amor intacto y enfermo que de nuevo se le aparece con toda la magnitud de su peso y lo deja sin respiración.
Unos pocos segundos después ya Lucrecia y su acompañante son unas sombras más que se pierden entre la gente.
Urquijo, sumergido en su soliloquio, no se dio cuenta de nada. Tampoco él quiso tocarle el tema, le parecía impertinente hablarle de algo diferente a su dolor.
Acompaña al amigo hasta la casa y se queda con él un rato largo. El viejo estaba dormido en su camastro y las hermanas cuchicheaban con su otro hermano en la sala de la casa. Ellos dos están en el resquicio de la puerta de entrada. Hace un frío intenso y la neblina empieza a rodearlos. Su compañero ha dejado de hablar y se queda pensando, como dejándose inundar de la neblina, como sumergiéndose en ella, como evaporándose.
No le dice nada al despedirse. Le pone la mano en el hombro, lo aprieta fuerte en un gesto solidario y se va caminando hasta su casa con el corazón abatido y el Álgebra de Baldor debajo del brazo.